Él estaba como siempre en el mismo parque bañado en flores de todas las clases, azucenas y maravillas, entre girasoles y amapolas que adornaban las pérgolas que la gente se detenía a contemplar en las callejuelas angostas que se vestían de pistilos y colores. Entre las rejillas oxidadas, grises que separaba a los mares de personas que se apostaban a mirar se encontraba, con la sonrisa enmudecida mirando las hermosuras silvestres, con su estatura media y sus ojos de sol que parecían iluminarlas, su frente algo arrullada por el paso del tiempo no hacía culpable a las mejillas rosadas que se hacían notar gastadas, pero con el espíritu joven que pretendía mostrar el rostro de ese joven tal como fuera, sin pudor de sus pocos pero largos años. Fulano era un soñador de realidades, un adulto en pañales que venía al mundo con sus rebeldías colmadas de alevosías, de ímpetus sagrados que le conformaban el metro cuadrado de la vida, de la cual sabía un poco más que los demás, pero mucho menos que el anciano que lo amparaba a la salida de sus aventuras… sus cabellos se precipitaban a notar su edad, unos tonos medios vacíos se azotaban con la suave brisa del parque en la que parecía una distracción entre tantas plantas y primaveras volcadas en la acera.
A su alrededor,
rodeado de adolescentes, niños e infantes jugando, los sauces de la calle 10 se
remecían en este preciso instante. La pileta del frente, al cruzar la calle de
los lirios, explosionaba sus chorros de agua en donde los perros vagabundos se
aseaban, y los amantes lanzaban su suerte al fondo de ella a través de una
moneda. Entre todo esto, y cerca de los puestos de palomitas y otros dulces propios
de la calle cotidiana, caminaba rauda aquella muchacha voraz, ingenua pero
atrevida al atardecer… de mirada sincera pero un tanto perdida entre lo magnífico
de aquellos detalles que solo ella nota. Su cabello rebelde al viento de las
quince con diez, se despeinaba como los sauces que aparecían detrás de ella. La
sonrisa de infantil juventud le entregaba candidez al aire tibio de la media
tarde. Iba en dirección hacia las pérgolas florecidas de ilusiones, directo
hacia los girasoles que eran la admiración misma de la naturaleza para ella,
siendo sus grandes pétalos amarillos, el sol que siempre iluminaba su semblante.
No era casualidad el
camino emprendido, si todo se prestaba para la estación de los melosos, de los
amoríos, de la mirada infinita entre dos desconocidos. Inti se quedó inmutada
por un segundo, sintió un temblor dentro suyo y nunca entendió la circunstancia
que se aproximaría en unos segundos: “¿Por
qué todo se mueve? Aquí las flores solo danzan con el sol y a mí las calles me
parecen estremecedoras – pensaba -
¿Qué ocurre que entonces, la calma se ha vuelto ilusión?.
En la estación de las
Añañucas se detuvo. Iba hacia los girasoles, caminando entre las personas
apretujadas que fotografiaban la hermosura silvestre, unos enojados la dejaban
proseguir en su andar, y otros simplemente la ignoraban, cuales muros no la
oyeran decir ‘permiso’. Sin embargo, se encontró con unas damiselas rojizas,
todas ellas vestidas unos detalles amarillos en su centro, y un tallo enorme
que la conectaba a su raíz terrenal, como si fuesen tan sencillas y amables con
su belleza. Inti cambió en ese lugar. Algo confluyó dentro de sus emociones que
se quedó como hipnotizada observándolas, pues no las conocía y nunca había
visto tanta belleza ancestral, pues sentía que la sangre de la tierra se
encontraba en ese calor tan peculiar.
Fue así que
enmudecida, giró su mirada y comprendió su desequilibrio interno. Con todo el
tumulto a su lado, no se había percatado de aquel hombre que se encontraba
allí, mirándola fijamente como si hubieran concertado ese encuentro desde
siempre. Sus ojos eran de unos tonos tan vagos, diversos que nunca entendió
cual era el enigma de aquellos colores insertos en esas pupilas fijas, parecían
un acertijo por descubrir. Al encontrarse con esa pedante contemplación de su
humanidad, esta se hizo hacia atrás, como queriendo huir de ese parque, de esos
ojos y de ese varón que la intimidaba, pero en cambio, musitó palabras
entrecortadas… pues su respiración se agitaba y sus manos sudaban de vergüenza
o desesperación tratando de decir: “¿Y
tú quien eres?.. ¿Acaso te conozco?”. El Fulano, observando el nerviosismo
de la joven, sonrió con vehemencia y respondió: “Soy alguien, en teoría, un ser en proceso, y más bien un hombre en el
lenguaje vulgar… ¿Te parece que no?”
Inti se reía por
dentro, no comprendía la desvariación mental del tipo que la iluminaba de pies
a cabezas, más… le gustaba las palabrerías de ese incógnito loco que se parecía
a los lunáticos que su abuelo contaba cuando era niña, siendo inevitable que
saliera una sonrisa de sus labios, un tanto tembloroso y otro tanto cómplice, para que luego dijera: “No sé, en teoría y en proceso me pareces
un extraño, nada más ni menos. ¿Qué más podría pensar?
Él acercándose un
poco hacia Inti, de forma bastante particular le susurra cerca de su oído: “Mengana, podría ser muchas cosas y pocas
a la vez, yo solo sé que contemplabas a las Añañucas como pequeña con un
juguete nuevo… y me pareció una ingenuidad tan dulce que no pude evitarte.”
Luego, hubo silencio.
Eran las dieciséis menos cuarto y los pendejitos seguían revoloteando por los alrededores,
como pajarillos libres que volverían pronto a su jaula y solo aprovechaban los
segundos restantes. Inti, no sacaba los ojos del desconocido que la intimidaba
completamente… pero no musitaba palabra alguna. Esos pantanos de selvas
hallados en las ventanas de su rostro la tenían de lumbrera por el universo, no
se maravillaba por los pistilos en flor, sino por las galaxias que estaban en
aquel horizonte que la encandiló. No se movían, sus cuerpos quietos parecían
muñecos, y los sujetos colindantes ni se interesaban en semejante espectáculo
de miradas que se hablaban por medio de otros idiomas. Yo diría que fue amor,
pero estos ni siquiera lo adivinaban, fue tan fulminante reacción que solo
pegaban chispazos, y nadie lo advertía.
Ella regresando a su
centro, un tanto confundida, saca de su bolsa de cuerina vieja, ese reloj de
cuerda que su abuelo le regaló, percatándose de lo tarde que era para seguir
visitando el parque, ante lo cual rompió el silencio diciendo: “¡Debo irme, me esperan en la avenida Mayor
y yo acá, contando soles!”, pretendiendo correr como si quisiera salvarse
de un salto al vacío.
“¿Y por qué huyes?
¿Acaso temes de algo?.. Pues, el sol quema solo cuando vuelas de muy cerca!” - le replicó aquel fulano.
“No
huyo, no tengo de qué… es solo que tú miras como si fuera la añañuca que he
descubierto acá en este lugar tan metafórico y debo irme, no tengo más tiempo
para seguir creyéndome una flor del prado.” y Fulano entonces la
hizo callar. No dejó que continuara, pues acercó sus brazos hacia la
desconocida mujer que descubría segundo a segundo. No la besó, al contrario, le
dijo lo último que quedaba por decir en ese instante: “Vaya mengana, que el sol siempre queda en las miradas… y usted ya
encontró donde quedarse, como flor en la mañana.”
De esta manera, los
amantes siguieron su camino. Él rodeaba su adiós hacia un ‘hasta pronto’. Inti no sabía que decir, ni como actuar tras
coincidir con ese personaje… “Estaré
aquí...usted lo sabe” dijo al darse vuelta, como trotando de esos placeres
extraños que ese tipejo alucinador le producía. Lo peor, es que sabía que él
estaría en esa estación de las añañucas, en esas pérgolas floreadas de todas
especies.
Siendo
las diecisiete con treinta, comprendió porque no llegó a ver los girasoles.