2 de noviembre de 2012

El fulano

Él estaba como siempre en el mismo parque bañado en flores de todas las clases, azucenas y maravillas, entre girasoles y amapolas que adornaban las pérgolas que la gente se detenía a contemplar en las callejuelas angostas que se vestían de pistilos y colores. Entre las rejillas oxidadas, grises que separaba a los mares de personas que se apostaban a mirar se encontraba, con la sonrisa enmudecida mirando las hermosuras silvestres, con su estatura media y sus ojos de sol que parecían iluminarlas, su frente algo arrullada por el paso del tiempo no hacía culpable a las mejillas rosadas que se hacían notar gastadas, pero con el espíritu joven que pretendía mostrar el rostro de ese joven tal como fuera, sin pudor de sus pocos pero largos años. Fulano era un soñador de realidades, un adulto en pañales que venía al mundo con sus rebeldías colmadas de alevosías, de ímpetus sagrados que le conformaban el metro cuadrado de la vida, de la cual sabía un poco más que los demás, pero mucho menos que el anciano que lo amparaba a la salida de sus aventuras… sus cabellos se precipitaban a notar su edad, unos tonos medios vacíos se azotaban con la suave brisa del parque en la que parecía una distracción entre tantas plantas y primaveras volcadas en la acera.

A su alrededor, rodeado de adolescentes, niños e infantes jugando, los sauces de la calle 10 se remecían en este preciso instante. La pileta del frente, al cruzar la calle de los lirios, explosionaba sus chorros de agua en donde los perros vagabundos se aseaban, y los amantes lanzaban su suerte al fondo de ella a través de una moneda. Entre todo esto, y cerca de los puestos de palomitas y otros dulces propios de la calle cotidiana, caminaba rauda aquella muchacha voraz, ingenua pero atrevida al atardecer… de mirada sincera pero un tanto perdida entre lo magnífico de aquellos detalles que solo ella nota. Su cabello rebelde al viento de las quince con diez, se despeinaba como los sauces que aparecían detrás de ella. La sonrisa de infantil juventud le entregaba candidez al aire tibio de la media tarde. Iba en dirección hacia las pérgolas florecidas de ilusiones, directo hacia los girasoles que eran la admiración misma de la naturaleza para ella, siendo sus grandes pétalos amarillos, el sol que siempre iluminaba su semblante.

No era casualidad el camino emprendido, si todo se prestaba para la estación de los melosos, de los amoríos, de la mirada infinita entre dos desconocidos. Inti se quedó inmutada por un segundo, sintió un temblor dentro suyo y nunca entendió la circunstancia que se aproximaría en unos segundos: “¿Por qué todo se mueve? Aquí las flores solo danzan con el sol y a mí las calles me parecen estremecedoras – pensaba - ¿Qué ocurre que entonces, la calma se ha vuelto ilusión?.

En la estación de las Añañucas se detuvo. Iba hacia los girasoles, caminando entre las personas apretujadas que fotografiaban la hermosura silvestre, unos enojados la dejaban proseguir en su andar, y otros simplemente la ignoraban, cuales muros no la oyeran decir ‘permiso’. Sin embargo, se encontró con unas damiselas rojizas, todas ellas vestidas unos detalles amarillos en su centro, y un tallo enorme que la conectaba a su raíz terrenal, como si fuesen tan sencillas y amables con su belleza. Inti cambió en ese lugar. Algo confluyó dentro de sus emociones que se quedó como hipnotizada observándolas, pues no las conocía y nunca había visto tanta belleza ancestral, pues sentía que la sangre de la tierra se encontraba en ese calor tan peculiar.

Fue así que enmudecida, giró su mirada y comprendió su desequilibrio interno. Con todo el tumulto a su lado, no se había percatado de aquel hombre que se encontraba allí, mirándola fijamente como si hubieran concertado ese encuentro desde siempre. Sus ojos eran de unos tonos tan vagos, diversos que nunca entendió cual era el enigma de aquellos colores insertos en esas pupilas fijas, parecían un acertijo por descubrir. Al encontrarse con esa pedante contemplación de su humanidad, esta se hizo hacia atrás, como queriendo huir de ese parque, de esos ojos y de ese varón que la intimidaba, pero en cambio, musitó palabras entrecortadas… pues su respiración se agitaba y sus manos sudaban de vergüenza o desesperación tratando de decir: “¿Y tú quien eres?.. ¿Acaso te conozco?”. El Fulano, observando el nerviosismo de la joven, sonrió con vehemencia y respondió: “Soy alguien, en teoría, un ser en proceso, y más bien un hombre en el lenguaje vulgar… ¿Te parece que no?”

Inti se reía por dentro, no comprendía la desvariación mental del tipo que la iluminaba de pies a cabezas, más… le gustaba las palabrerías de ese incógnito loco que se parecía a los lunáticos que su abuelo contaba cuando era niña, siendo inevitable que saliera una sonrisa de sus labios, un tanto tembloroso y  otro tanto cómplice, para que luego dijera: “No sé, en teoría y en proceso me pareces un extraño, nada más ni menos. ¿Qué más podría pensar?

Él acercándose un poco hacia Inti, de forma bastante particular le susurra cerca de su oído: “Mengana, podría ser muchas cosas y pocas a la vez, yo solo sé que contemplabas a las Añañucas como pequeña con un juguete nuevo… y me pareció una ingenuidad tan dulce que no pude evitarte.”

Luego, hubo silencio. Eran las dieciséis menos cuarto y los pendejitos seguían revoloteando por los alrededores, como pajarillos libres que volverían pronto a su jaula y solo aprovechaban los segundos restantes. Inti, no sacaba los ojos del desconocido que la intimidaba completamente… pero no musitaba palabra alguna. Esos pantanos de selvas hallados en las ventanas de su rostro la tenían de lumbrera por el universo, no se maravillaba por los pistilos en flor, sino por las galaxias que estaban en aquel horizonte que la encandiló. No se movían, sus cuerpos quietos parecían muñecos, y los sujetos colindantes ni se interesaban en semejante espectáculo de miradas que se hablaban por medio de otros idiomas. Yo diría que fue amor, pero estos ni siquiera lo adivinaban, fue tan fulminante reacción que solo pegaban chispazos, y nadie lo advertía.

Ella regresando a su centro, un tanto confundida, saca de su bolsa de cuerina vieja, ese reloj de cuerda que su abuelo le regaló, percatándose de lo tarde que era para seguir visitando el parque, ante lo cual rompió el silencio diciendo: “¡Debo irme, me esperan en la avenida Mayor y yo acá, contando soles!”, pretendiendo correr como si quisiera salvarse de un salto al vacío. 

¿Y por qué huyes? ¿Acaso temes de algo?.. Pues, el sol quema solo cuando vuelas de muy cerca!” - le replicó aquel fulano. 


“No huyo, no tengo de qué… es solo que tú miras como si fuera la añañuca que he descubierto acá en este lugar tan metafórico y debo irme, no tengo más tiempo para seguir creyéndome una flor del prado.” y Fulano entonces la hizo callar. No dejó que continuara, pues acercó sus brazos hacia la desconocida mujer que descubría segundo a segundo. No la besó, al contrario, le dijo lo último que quedaba por decir en ese instante: “Vaya mengana, que el sol siempre queda en las miradas… y usted ya encontró donde quedarse, como flor en la mañana.”



De esta manera, los amantes siguieron su camino. Él rodeaba su adiós hacia un ‘hasta pronto’. Inti no sabía que decir, ni como actuar tras coincidir con ese personaje… “Estaré aquí...usted lo sabe” dijo al darse vuelta, como trotando de esos placeres extraños que ese tipejo alucinador le producía. Lo peor, es que sabía que él estaría en esa estación de las añañucas, en esas pérgolas floreadas de todas especies.

Siendo las diecisiete con treinta, comprendió porque no llegó a ver los girasoles. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario