Ese
día era especial, nublado por la ventana y caluroso por dentro, el gris
firmamento carcomía la niebla que revoloteaba por entre los árboles, y los
azotaba con tal fuerza sutil que sus arbustos me meneaban como al ritmo de una
guitarra, nada parecía adivinar que las cuerdas de su melodiosa voz se
romperían a los gritos de la bandera que ya no flameaba victoriosa. Eran las
once del día once y nada acaecía en las calles, yo me encontraba sentada en la
terraza, bebiendo mate y fumando al aire como por inercia, Santiago se veía
temerosa pero en la infantil adrenalina del suspenso, no había ruido y solo el
silencio se volvía más ansiosa por gritar que las alamedas serían cautivas del
dolor de toda una muchedumbre. Mi madre cocinaba las churrascas que salía a
vender por Yungai, pero mientras llenaba la fontana, esta se vino al suelo y en
un estallido rompió a llorar, excupitaba palabras sin sentido, la abracé pero
se abalanzaba como una muerta hacia mis brazos, vociferando: “el compañero… el compañero Allende”.. Y
yo no concebía la idea hallada en esa frase, no imaginaba la realidad inminente
dibujada en mi ciudad… era tan joven que la inocencia marcaba mis años,
inocencia que me cambió la entereza en esa época de fuego y destrucción, de
miedo y de cuidarme el pellejo.
Luego,
entendí que la capital ensangrentaba sus raíces. Las voces calladas luego eran
angustias de gente agolpadas en las calles, gentes en la radio oyendo el
devenir de sus ideales, de sus sacrificios, de sus utopías trabajadas día y
noche, bajo la sincera mirada de un personaje cuyos lentes cuadrados no
lograban apagar su candente convicción de sociedad, de comunidad entre cada uno
de los ciudadanos de su patria. El cielo ahora lloraba, las nubes despojaban
gotas como si consolaran a la tierra desolada, a la ciudad del desastre humano…
no bastó para que se oyeran ciertos aviones por nuestras cabezas, el horror que
estas impregnaban sobre nosotros… la locura colectiva de aquellos que sentían
la muerte rondando por las esquinas, por las callejuelas… ya no faltaba mucho
para que rodaran por las aceras, para estas horas… en la Moneda, el primero de
todos, ya bajaba la guardia.
El
presidente había muerto, el gran hacedor de sueños hecho materialidad, se
habría quitado la vida. Nadie podía concebirlo, pues, horas antes, parloteaba
en una radio, y sin embargo, un balazo calló por siempre su oratoria simple,
directa y sin temor… su voz era de metal y no angustiaba, tranquilizaba al
pueblo en ruinas, a un pueblo que no conocería el amanecer de la democracia,
nunca más.
Ese
día fue el once, un día que hace treinta y nueve hizo de Chile, una despiadada
tragedia de muerte, de jardines humanos en las calles, de exilio, torturas por
doquier, y violaciones… eso, eso fue el once, la destrucción de esa sociedad
que abogaba, que cantaba y luchaba. Ante lo demás quedó el miedo, la
enajenación, la herida abierta.
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