Me gusta el té, así como los libros. En una mañana tenue prefiero ir
al abrazo de unos versos antes que a los enojos de un sujeto callado,
orgulloso. Si hablamos de preferencias, considero invaluable el beso bajo un
techo gris con pegatinas que trascienden en la oscuridad, y un cuerpo tibio que
pretenda ahuyentar las heladas del Abril otoñal. Los libros son mundos
infinitos en el que una mirada trasciende de sus hojas, así como tu sonrisa
incandescente abriga cualquier desolación, intrépidas baluartes orgullosas que
se posan sobre los egoísmos. Te comparo cual enorme gallardía se aparece en tu
boca, esa apertura que me inquieta cuando habla, como aquel protagonista que me
narra sus pesares en aquella prosa trágica de los amores contrariados. Me gusta
el otoño. Si, aprendí a quererlo. Tu compañía es aquella excusa para hacerme
adicta a las tardes de frío, a las hojas decayendo en su muerte estacional, en
aquella temporada del beso con sabor a hiel y el tabaco entumecido por el bravío
de los vientos. Me gustas igual que los libros: intrépido y silente, envolvente
como la humanidad que se gasta, sus brazos pueriles, su torso de varón, esos
muslos carnosos, aquella silueta imborrable de las mañanas en que me vuelvo
suspiro, gemido acallado, turbado sigilo. Eres cual amor de libro, narrativas
indelebles, hondas reflexiones, gastados respiros. Te quiero porque te has
vuelto prosa, he gastado palabras rememorando su presencia, permitiéndole a mi
sencilla existencia, un poco de su dinamismo.
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