El
silencio rimbombante me insta a parlar, no a versos ni a poemas, esta noche
prefiero la prosa antes que cualquier retórica que pudiera acomplejar mi
argumento. No hay más que la calma
taciturna y aquellas palabras que voy pariendo en cada letra que junto y junto
como un panal de abejas que se agrupan de manera tal que se conforman en un
todo, pero que aún así no dejan de ser cada una por separado. A medialuz y ad portas de la medianoche,
comienzo a desvestirme sin pudores. No hay nadie alrededor, menos mojigatería
ni estándares de buen comportamiento, así que nada puede evitar esta complicidad entre mi cuerpo y yo, como una vasta coexistencia secreta de la cual
siempre pasamos enajenados, pero que esta noche he dejado al tapete… recorro
lánguidamente mis espacios, recónditos y juveniles, no tan inocentes ni tampoco
recorridos, pero vividos. Eso es lo que importa, y la piel es un terrible
testigo. El lado izquierdo de la lámpara
permite entrever la silueta gruesa de mis orillas, portentosas de grasa y de
fineza. Cero complicaciones con la balanza, no me importa la talla, al fin y al
cabo, no soy un acordeón de alto colesterol, y las curvas de mi talle son
naturalmente ellas, en esencia y por obra de la creación tantas veces deíctica
y otras tantas rompedoras de mitos, como el útero bendito de nuestra madre
santa, que los dogmas suelen olvidar en su intento de darle valor a la costilla
del mísero hombre que nos dio creación. Qué más da, contemplo ahora la redondeada
línea de mis pechos, cuales mangos cargados hacia los lados por tanto néctar
acumulado, sus aureolas parecen teñidas de color mostaza o un tanto capuccino,
dulces como para sentarse a tomar café en un día nublado de Abril, al abrigo de
un cuerpo tibio e indómito – pero no nos desviemos – me observo de perfil y me
parecen armoniosas en su naturaleza, dispuestas y serviciales, no son
atrevidas, menos provocativas… ostentan más bien, un candor exótico o un tanto
enigmático, de simil ternura y lentitud en las caricias, cariñosas pero amantes
a la vez, me parecen que contraen una paradoja digna de ser explicada en un
simposio de lenguaje connotativo acerca de los senos y sus personalidades (o
pechonalidades?)
Si
bajo la vista, observo aquel sendero tan reconocido por mis ojos, y persigo el
camino de los amantes contrariados. No sé cuantos han podido llegar a destino,
pero creo que no se han quejado de los valles en que posan sus amores, sus
pasiones coléricas, aproximadas al fuego íntegro de una hoguera en pleno
invierno. Es groso en el ombligo, con adiposidades de gastronomías infinitas y
calóricas posadas a los lados del bajo vientre, que mecánicamente le llamarían
neumáticos, pero a mi vista son mis más preciados testimonios. Hasta les quiero
y en compañía del espejo jamás me han avergonzado, arriesgando incluso a decir
que me enorgullezco de ellas, no pretendo ganar concursos de belleza, ni
modelar, mucho menos escatimar esfuerzos en ser como aquellas muchachas de las
revistas yanquis. Mis pasiones en cambio, son más hondas y simples: leer, hacer
el amor, comer bien, escribir, escribir y escribir hasta aletargarme de
palabras. Para qué hablar del vértice en flor, con los cabellos intactos,
salvajes y ocultos. No hay nada al respecto que pueda manifestar, solo precisar
que la apertura inexorable de la naturaleza mujeril, alcanza límites
desconocidos hasta por la misma ciencia, pero próximos para la literatura, los
mundos de la mujer caben todas en aquella obertura, los gemidos y los placeres
varios, se resumen en la Venus constelación mayor, de la cual es mejor
vivenciarlo, antes que describirlo.
Como
verán, ante los ojos de nadie y solo míos, me hallo eterna y caduca,
inverosímil y subversiva. Quiero las orillas de mis codos, y hasta los lugares
menos conocidos les hallo cierta cordialidad. Recuerdo que una vez, el mengano
dijo que era blanca como la punta de aquella cordillera andina, tal corpórea
humanidad de los australes devenires, tan sazonada con la pulcra sureña región
de los últimos recodos de estos lados, que en mi, soy toda una llamativa exhibición
en desmedro de las norteñas. Será que trató de quererme, como yo me atengo a mi
cuerpo, tan pecador ante el Dios, tan sereno ante este escenario que invoco,
tan sumiso, tan monja, tan digno de escribirlo.
Pueden
comprender ahora, porque preferí la prosa.