Nublada vista se precipita a la
llegada del olvido. No hay nada alrededor del abismo, solo se encontraba la
mujer de pelo largo, negro como sus desdichas, apagado como las luces que no
encienden en el alba mirando hacia el puente que veía pasar el río con las
soledades de su cabello, la madera apolillada de aquel soporte percibía aquellas manos lánguidas que
humedecidas por sus lágrimas, le entregaban ese candor desdichado que aquel personaje
transmitía. La tarde caída de nubes grises, le atormentaban los deseos de su
alma, su piel blanca que se volvía morada del nulo candor de sus mejillas,
hacían comprender que el amor era un sol fugaz que dejaba ruborizados sus
flaquitos pómulos que se convertían en rojo pudor cuando ese personaje
indiferente se paseaba por ese puente de la discordia.
Cada día, los instintos la
llevaban a coincidir a esa construcción de madera apolillada por los recuerdos
y pesares de tantos otros amantes, el caudal de ese pequeño mar hilado era una
suerte de poder elemental para que el amor escondido se purificara y saliera hacia
un lugar en donde se perdiera, antes que ella terminara de perderse embolinada
de amores desenamorados. Fue cuando de repente, sin más aviso, el tiempo se
detenía y los relojes se pausaban, el resplandor de su mirada era incierta,
pero concisa, los árboles sentían la brisa melosa que advertía el segundo que
en el ambiente se preparaba cuando él apenas daba un paso cerca. Sus ojos
potentes la quemaban a lo lejos, y entonces no era una ilusión, mucho menos un
sueño, no era más que un sujeto
misterioso, silencioso que le quitaba la coherencia de las palabras, el aliento
de su boca pálida, la cegaba apenas asomaba esos parpadeos a su temple lleno de
luz. Fue así como la muchacha no pudo musitar palabras, pues sobraban en esa
complicidad mutua que los ahuyentaba y a la vez los unía en un simple afán,
encontrarse sin buscarse, o buscarse para no hallarse nunca. Con el sol de testigo, silenciaron por minutos
lo que solo bastaba decirse por aquellas pupilas que no mienten cuando solo
contemplamos el objeto mismo, el pecado en el sitio del suceso, la manzana
elegida por Eva y todo eso.
Nadie pudiera haber adivinado que
la nublada tarde sirviera para tantas coincidencias, nadie podría adivinar que
el Sol detrás de ella no se equivocaba en sus movimientos, pues no fue
advertida por nadie, menos por los locos amantes, ella, la blanca, él,
caballero andante que, solo hizo con la mirada lo que la primavera hace con las
flores.