Así fue esa noche, igual que cualquiera, con esas veredas poco iluminadas y con todos esos hombres medio tirados en las esquinas, unos cuantos mendigos y los pocos turistas que iban quedando en la última quincena de Febrero, con la noche fresca y el despejado semblante del firmamento.
Era un viernes como todos los anteriores, con porteños entusiasmados, algo borrachos y con la sonrisa desgastada, varios tumultos de fulanos que arrasaban las calles y las plazas con música, estatuas movíbles, bares y lugares para todo gusto excéntrico.
A lo lejos escuchaba algo, por la Plaza de armas, con esa concha remodelada hace un tiempo y con luces que llamaban la atención de todo visitante. Entonces comprendí que esa algarabía de personas eran criollos, con esa música popular que los hacía bailar y mover el pañuelo de manera descomunal, amantes de su patria y cuequeros que con desplante mostraban sus dotes en escena. Por desgracia o infortunios de la vida lo había escuchado, y no me era indiferente aquel sonar de panderos, aunque tampoco me simpatizaba como esos nacionalistas amantes de su patria.
Entre tanta parafernalia seguí mi camino, abrumada por tantos recuerdos sin sentido. A lo lejos ya se divisaban grandes construcciones antiguas, estilo inglés con esos ventanales gigantes y esas alcobas decoradas con tanta elegancia, que ya llegaba a parecer de la época. El Barrio Inglés, hipnotizaba a cientos de gentes para acercarse a los puestos de comida, diversión y bohemia sin límites. En la plaza principal, con palmeras y asiento, shows de teatro y cuanta cultura andante por los aires, concluí escuchando sin prisa alguna la mezclas de melodías, algunas poperas y otras tantas rockeras, acompañadas de su chusma favorita.
Así es Coquimbo, puerto de ocio, pasatiempos y cultura.
Así lo ví, esa noche.
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