Yo era uno de ellos. Lo fui desde que nací, y ahora con mis años sigo siendo parte de la historia. Es fácil divagar acerca de estas cosas, más si tu corazón late tan fuerte como los de aquellos, los de antes, los de siempre, los de siglos estelares, de esos que tienen los lunares contados y las herencias desvanecidas en nuestras manos, en nuestro resquicio. Sí, yo era Vásquez, y mi bisabuelo también, así como mi madre, la de mirada sensata y voz cautelosa. Si, Vásquez como la memoria de la Felicinda, mujer grande, de cierta altivez cuando hablaba, de un candor en aquellos labios que solo besaron la misma boca con sabor a tabaco, a hiel de los ovejeros y estancieros magallánicos, amante de su compañero eterno, ese con nombre de teleserie, Juan Antonio, aunque toda su vida fuese conocido por la segunda más que por la primera.
Si, Antonio. Antonio
Vásquez, el hombre que llena estas líneas de nostalgia, de estas cavilaciones al
repartir el alba entre las estrellas. Ese señor que pasó por mi vida como una
estrella fugaz latente en el firmamento de mis soles, de mis desgracias, de mis
temores, de mis corazonadas, de mis impaciencias cardíacas. Por eso digo que
soy uno de ellos, porque de él heredé mi temple, y los sinsabores a flor de
piel. Las galanterías para él eran simple trabajo de un bohemio hombre de los
años cuarenta, de la Chiloé lejana y mística, del viento traicionero y la llanura
patagónica. Su bomba interior machacaba más que cualquiera, aquellos latidos
eran como paso firme en la tierra, cual hombre se quedaría literalmente en
paro, solo por chistar. Y el sabría bien que ese sería su destino, pues aquel
hombre taciturno anterior a su llegada iba caminando por las calles de la
lejana ciudad fría cuando el paro dejó sin palabras a la gente que lo rondaba,
que le dieron sepultura en la urbanidad misma de la acera.
Si, él lo comprendía
mejor que nadie. El corazón, el traicionero palpitador de pasiones desenfrenadas
y corazonadas desmedidas, lo dejaría sin aliento el día en que la niña de sus
ojos se iría. Era tan Vásquez como él, conflictiva como su hija, impulsivo como
el hermano. Y así se llevarían la vida, transmitiendo historias, actitudes,
cuanta cosa que se eternizara genéticamente. Su nieta, si.. Vásquez de materna,
creció y le entregó suspiros que en su oleadas de vida jamás le llenaron tanto.
Sus grandes pupilas prometían observar sus movimientos y por primera vez,
comprendió que su corazón ya no pisaba, sino que persistía vivo para vivirla.
Pero, un día los Vásquez no volvieron a ser iguales, nunca fueron símiles, pero
en aquella ocasión la existencia de la niña cambiaría eternamente desde aquel
día en que lo encontrasen ido, con la vista ubicada en la techumbre lejana y
sombría de Chorrillos. No alcanzó a decir más. Le bastó con mirar al cielo y
comprender que la peor de las intuiciones había ocurrido.
Pereció allí, la niña
pereció con él, y entonces todos perecieron ese día. Llovió allá arriba por
cinco minutos. Llovió por siempre en los ojos de tu nieta. Llovió en cada vida
desvanecida por los años. Llueve en cada hombre o mujer que tenga el apellido
de su abuelo. Llueve hoy, cuando la pequeña fue hecha mujer desde algunos años
lejos de la desdichada Punta Arenas. Lloverá mañana cuando el tío que voló con
el abuelo, sea despedido desde la tierra para convertirse polvo y ceniza.
Siempre lloverá, porque en los ojos de su madre ve, aquella familia que tan
lejos dejó y que nunca olvida, porque aquella raíz, aquella viveza del primer
Vásquez se guarda en la cosecha primaveral. Lloverá porque Juan Antonio y
Antonio Juan se encontrarán en la desvirtualidad, en la irrealidad del hombre
finito. Porque yo era uno de ellos, y lo seré, porque cuando se va uno, te me
vas siempre, abuelo, porque cuando cavilo acerca de ti, cavilaré siempre en tu
recuerdo, en el tormento del adiós inminente, porque cuando hablo de este
asunto, conservo la historia de nuestra familia. Del Miguel, de la Felicinda,
de ti, del último.
En memoría de Juan, el último.